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Lugares que ya no existen/ Cantina Salón Madrid: “la policlínica”

En el Salón Madrid la intelectualidad se mezclaba con juventud. Testigo de festejos y llantos de estudiantes de medicina, lo mismo podías encontrar en sus mesas a escritores, periodistas y a alguna que otra alma perdida jugando con su famosa rocola.
Lugares que ya no existen/ Cantina Salón Madrid: “la policlínica”

Por: Youyi Mayora Eng
Fotos cortesía de: Christian Nader/Mediateca INAH

 Aún puedo recordar cuando a mi mejor amigo y a mí nos dio por entrar a lo que nosotros pensábamos que eran tugurios de mala muerte; ¡que equivocados estábamos! Tendríamos veinte años cuando nuestros pies (también nuestros corazones) ingresaron por primera vez al Salón Madrid. Veníamos de vagar horas sin cansarnos en la maravillosa aventura que supone recorrer el Centro Histórico de la Ciudad de México. Llegamos hambrientos, lo recuerdo, pero nuestra cartera, casi vacía, nos hizo adentrarnos a sitios más recónditos. Lo que descubrimos fue una máquina en el tiempo. Ingresar al Salón Madrid fue asomarnos al pasado que se erigía en la Plaza de Santo Domingo desde 1896. Testigo de un Carlos Fuentes con su Aura en la mente, o un Jacobo Zabludovsky con una nota atorada en el pensamiento, sus paredes nos llenaban de una extraña promesa de emoción y curiosidad. 

¿Qué se hace en una cantina?

Pedimos un par de bolas campechaneadas, como marca la tradición, como chilango que se respeta. El mesero sabio y añejo nos trajo la botana, birria bien caliente y picosa. Descubrimos, en ese entonces, el tesoro que supone que la bebida incluya comida sin costo extra: es la esencia casi perdida de una cantina olvidada en el tiempo. Las placas metálicas colgadas en la barra nos hizo mirarlas con curiosidad. Fue entonces cuando el hombre que recogía las bolas vacías nos contó que cada generación de la Facultad de Medicina, que antes se encontraba en contraesquina, las obsequiaba como tradición y muestra de afecto a un paraíso que les hizo más amenos sus años de desvelo.

 

A la segunda bola, “envalentonados” nos paramos a la rocola. Fue como operar un vejestorio de nave espacial de los años sesenta. La canción a cinco pesos. Metimos las monedas y nos adueñamos de la melancolía del lugar: José José y Joan Sebastian: paquete nostálgico completo, se le llora a la novia, tú decides. Los demás comensales se emocionaron, nos aplaudieron y hasta nos invitaron una ronda de coronas “bien muertas”. Puede que no tuvieran esperanza en los gustos musicales de dos jóvenes que habían nacido cuatro décadas después que ellos. Al regresar, otra botana: dos tortas pequeñas de pierna horneada con unas rajas bien picosas, caseras, genuinas, de las que no saben a lata; personalmente, soy de los que seleccionan las zanahorias ahogadas en vinagre. 

Llegó el final de la ilusión, la cartera vacía, y solo dos boletos de metro para el regreso a casa. Fue el hermoso inicio de una nostalgia por las cantinas de tradición. Hoy, el saber que el Salón Madrid cerró sus puertas en el 2018, me llena de una emoción de entender que pude reír y llorar bajo el hechizo de su encanto.

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